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El olor del averno

Sale proyectado de las entrañas de la tierra durante las erupciones volcánicas iniciando in ciclo muy enriquecedor para la vida, aunque normalmente se le relaciona con la lluvia ácida, artificialmente alimentada por la actividad humana.

Como todavía no se han inventado arcos detectores apropiados, no hay nada que me impida acceder a un museo portando media docena de hormigas ocultas en un pastillero o en una vieja cajita de peltre, y una vez dentro, con la maña de quien sabe comportarse con fingida naturalidad, liberar a los bichitos, disponiéndolos para la invasión de las obras de arte más valiosas y reconocidas de todo el mundo. Mis pequeñas colaboradoras han caminado sobre las cicatrices de la Venus en el espejo, encontraron cobijo entre los pliegues del quitón venteado de la Victoria de Samotracia y hasta pasearon de arriba abajo la isla de la Grande Jatte, desconcertadas por el bullicio de puntos y colores. De pequeño descubrí el talento artístico de estos insectos gregarios. En la casa del pueblo trazaba invisibles caminos de miel que conducían a un fragmento de porcelana. Al día siguiente, una legión de formas oscuras y diminutas ocupaban todos y cada uno de los espacios en los que la abuela había situado sus preciadas figuras de Lladró, objetos inalcanzables, siempre en altura, protegidos y a resguardo de las caricias lascivas de nietos y visitantes. De entonces a esta parte, he conjugado dedicación y constancia infinitas para llevar a la cima de la perfección esta técnica de adiestramiento que se sostiene en un prodigioso instinto natural, una astucia clarividente que dista mucho de ese gusto moderno, espurio y caprichoso, matizado por juicios esnobistas que no han servido sino para confundir y armar de malicia al ya confundido y mercantilizado mundo artístico (debe creerme si le digo, estimado lector, que por mucho empeño que le he puesto, nunca he logrado que una de mis hormigas se acerque siquiera a una obra de Barceló o a un lienzo de Jackson Pollock). Cuando cierto día introduje en la colonia unas rocas de cinabrio empapadas en almíbar, ya tenía en mente el campo de amapolas de Monet y los sensuales labios bermellones de la elegante Dama de Elche. (...)

El cinabrio o bermellón es sulfuro de mercurio (HgS) .

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