Con los dedos de una mano
No se produce de forma natural y jamás se han sintetizado más de unos pocos átomos. La verdad es que nunca se aisló en cantidades observables. Fue creado por el método llamado fusión fría, bombardeando Bi con núcleos de Cr. Y ya está.
—Y ahora, ¿qué hago yo con esto?
En tiempo de guerra el oro era un valor seguro; su tráfico y exportación un delito condenado con la pena capital. En este caso, el nombre de sus legítimos propietarios aparecía acuñado en el reverso de las medallas que, según aconsejaba en buena lógica el devenir de los acontecimientos, no deberían estar allí. El olor del inmaculado laboratorio de Von Hevesy interfería en el revuelto pensamiento de Bohr, atribulado por un dilema: conservar el dorado símbolo de la razón atropellada que le había sido entregado en custodia por sus colegas alemanes, o arrojar las dichosas medallas del Nobel al mar, aunque con ello sobrevinieran un par de riesgos añadidos como que se enredaran en las artes de algún pescador o fueran engullidas por una perca glotona. Las fuerzas alemanas estaban ocupando los edificios oficiales de la Strøget hasta la Rådhuspladsen, y se rumoreaba que el Instituto de Física Teórica era uno de los objetivos prioritarios de la Gestapo. En cuestión de minutos, dos docenas de informantes diseminados por el centro de Copenhague —la plantilla de auxiliares y mecanógrafas al completo— les hacían llegar todas las novedades a golpe de pedal. Acuciados por los inquietantes movimientos de tropa en los alrededores de la Galería Nacional, los dos hombres barajaban cualquier alternativa, sensata o no, que les sacase del atolladero en el que se encontraban. Desde el laboratorio de Hevesy se podía contemplar la verde explanada del Fælledparken, vestida de primavera, donde el químico solía tomar baños de sol a la hora del almuerzo.
—¿Y si las enterramos? —Bohr le miró a través de sus pobladas cejas como si hubiera escuchado la mayor de las tonterías.
—¿Enterrarlo? ¿En el parque y a plena luz del día? ¡Cualquiera podría vernos! Además: hasta un escolar sería capaz de detectar los terrones de tierra removida…
Aquella inmerecida salva de reproches desalentó la quebradiza entereza de Hevesy, que años atrás había descubierto un metal desconocido para la humanidad, y hoy era incapaz de hacer desaparecer cuatrocientos gramos de cochino oro puro. Bohr, que de inmediato reparó en el exceso, le tomó del hombro y lo zarandeó con tímida firmeza.
—Es necesario que se nos ocurra algo… y rápido. Si las autoridades del Reich descubren aquí las medallas, la vida de Lauer y Franck valdrá menos que cualquiera de estos matraces…
Cuenta el profesor Bohr que cuando terminó de pronunciar estas palabras, la mirada antes desconsolada de Von Hevesy «se iluminó como uno de esos modernos fanales de vapor de mercurio que estaban instalando por todas partes». Los dos hombres se trataban desde hacía años. Y lo que es más: se apreciaban tanto como para reconocer en los ojos del otro el potente brillo cuántico de las ideas.
—Deposite las piezas en ese crisol de porcelana y regrese dentro de una hora. Si Schrödinger no ha sido capaz de encontrar a Dios, estos canallas tampoco encontrarán al suyo.
La alarma cundió cuando un vehículo militar se detuvo en la puerta principal. Bohr apareció con el rostro desencajado. Hevesy nunca lo había visto así. En cierta forma, era una dimensión de su tranquila personalidad que le había pasado desapercibida, oculta entre los pliegues solemnes de la bata blanca. (...)
Bohr tentó por dos o tres veces la pipa de brezo antes de responder.
—No tenga cuidado. Me deshice de ella hace unos años y le perdí el rastro. Fue por una buena causa. No me arrepiento, pero si tuviera la oportunidad y el dinero suficiente, volvería a comprarla… Intuyo, mi querido colega, que son mayores las posibilidades de ganarme la segunda, como Albert (Einstein).
Von Hevesy se detuvo, y antes de replicar estiró el cuello hacia la calle mirando a uno y otro lado, como si esperara un desfile de almas en pena guiadas por Valdemar Atterdag.
—No tenga cuidado. Yo le prestaré la mía…
Los dos hombres rieron con gana hasta que quedaron momentáneamente cegados por el súbito destello de una linterna, tras lo cual se hizo la luz en todo el laboratorio.
—Guten Tag, Herr Director. —Un oficial pertrechado con el negro uniforme de las SS les observaba desde la puerta. Media docena de soldados armados aguardaban detrás—. Traemos una orden de registro.
—Willkommen, meine Herren —respondió Bohr en perfecto alemán—. Pasen, se lo ruego. Podemos invitarles a cualquiera de nuestras especialidades —continuó señalando el matraz de ácido naranja donde la efervescencia química ya se había extinguido por completo.
—Muy amable Herr Professor—. El oficial mantenía una media sonrisa forzada que tensaba los músculos del rostro aguileño—. (...)
Niels Bohr (1885-1962) Premio Nobel de Física (1922)
Georg Karl von Hevesy (1885-1966). Premio Nobel de Química (1943)