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De la calamina a tu cocina

No sabemos si fue el llamado efecto memoria o el cadmio lo que determinó la proscripción de las baterías que contenían este metal. Lo cierto es que pilas y pilas del elemento 48 yacen por doquier.  La amenaza está viva.

Otro retraso más. El sol se anuncia entre las dos torres de la catedral con destellos cegadores. Sentado junto a la ventana, Luis compone un mohín de disgusto. Con la mano buena sujeta el reloj de bolsillo; la plata le quema los dedos. Sopesa esos pocos segundos que la madre tierra se deja hurtar cada día. Sol de invierno, sale tarde y pónese presto, se dice para sí. Cuando los árboles del parque acusen la falta de calor y se retuerzan las nervaduras de sus hojas, él ya no estará en este mundo. La perspectiva de la muerte no le inquieta. Con dificultad se levanta la ropa y se palpa el vientre por ver si lo nota tumefacto. Después toma nota en su diario, donde ha dibujado un pequeño calendario en el que contempla la fecha aproximada de su deceso. En su casa nunca hubo calendarios. Siempre le pareció obsceno que matrices de números colgadas de cualquier parte se repartieran el porvenir, como si el universo estuviera sujeto a un plan patrocinado por uno de esos bancos pródigos de los que todo el mundo recela. En el apretado rincón de los recuerdos donde primero se anuncia la mañana, se inflaman los viejos objetos expuestos bajo una lluvia de polvo, visible por las autopistas de luz que recorren el saloncito. Pegado al chasis de la silla de ruedas, Luis contempla la vasta extensión de la pared desnuda, abierta al sofá estilo imperio, primorosamente tapizado, desde donde las visitas admiraban la colección de pintura. Por aquel entonces Luis se ofrecía a señalar las virtudes estéticas de cada pieza, esmerándose en las obras que eran de fábrica propia. Y por supuesto en el Sorolla que el padre de Luis había adquirido en una anticuaria por quinientas pesetas. Se admiraba del olfato de su progenitor, que había empeñado el oro de la abuela Carmina para hacerse a toda costa con aquel rosal amarillo, luminosa estampa de una primavera eterna. El cuadro le acompañó durante toda la vida; puede decirse que fue fuente de inspiración para el joven boticario, inclinado a tomar los pinceles desde chico, cuando ya sentía poseer un talento que nadie le reconoció. A dos palmos escasos del cerco claro que el Sorolla ha dejado en la pared, Luis puede evocar las encendidas corolas, el suspiro tierno de las hojas removidas por el viento, la huella de luz impresa en la retina del artista. También acuden a la memoria los pleitos por el óleo dichoso. Su hermana Carmencita le disputó el legado del padre, convencida como estaba de que el hermano se apropió de un patrimonio que no le correspondía en exclusiva. (...)

Con la muerte de su hermana Carmen las aguas se remansaron, y Gonzalo pasó a interpretar el papel de heredero universal. Las visitas del sobrino coincidían con navidad y pascua florida: la ceremonia consistía en dos besos helados, sonrisas de protocolo y una caja de pastitas. Tomaban café. Gonzalito aprovechaba entonces para pasar revista al mobiliario, con movimientos oculares que se posaban aquí y allá, recalando un poquito más en la vajilla de plata o en el zafiro que tío Luis había engastado en un grueso anillo de oro. Sin embargo, acostumbraba a examinar el Sorolla sin disimulos, a menos de un palmo, con los ojos entornados y las aletas de la nariz plegadas, lo que le confería un aspecto de perdiguero que divertía mucho a Luis. Un día Gonzalito se dejó acompañar por un sujeto enjuto y chupado de cara, con cierto aire de estreñido, que se presentó como un viejo compañero de Universidad. Ambos permanecieron largo rato frente al cuadro, lanzándose miraditas breves y parpadeos codificados, como dos matasanos en el trance de desahuciar al paciente. En aquella ocasión no hubo pastas. El veredicto llegó al día siguiente, telefónicamente, a bocajarro: (...)

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