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En un lugar de Estocolmo

La localidad sueca de Ytterby es algo así como La Meca de los coleccionistas de elementos; una misteriosa piedra negra hallada en una mina próxima desencadenó toda una serie de descubrimientos de los cuáles el iterbio, terbio, erbio e itrio han dejado su huella onomástica.

Mientras circulamos a buen ritmo por Klarastrandsleden mi acompañante escruta el cielo sueco. Manejo el auto sin quitarle ojo al conductor que me precede, un anciano que ocupa con su Volvo las tres cuartas partes de la calzada. Ella se muestra reconcentrada, como si elevara un ruego punzante con la intención rasgar el ceniciento techo de nubes grises. A la altura del Instituto Karolinska el hormigón se come todo el horizonte. Una monótona línea de edificios jalona la autovía. El tráfico se hace más denso a medida que dejamos atrás la capital del reino. Seguimos la E2O, camino de

Bellevueparken pero, para mi sorpresa, el recorrido transcurre bajo tierra. Durante el breve trayecto por el Averno, la silenciosa decepción de mi compañera se hace notar. Estamos perdiendo un día de recreo acuático por visitar no sé qué mina sin ningún interés. Por lo menos para ella. La isla de Resarö está a media hora, y los descampados en obras se suceden. Continuamos por una carretera estrecha que discurre paralela a la vía de tren y desemboca en un nuevo túnel. Suecia está horadada como un queso suizo. De regreso a superficie, transitamos una vía convencional de seis carriles, separados de a tres por una mediana de hormigón. Continuamos por Roslagsvägen sin descuidar ningún cartel que pudiera advertirnos del peaje que queremos evitar. Aquí todo está muy caro y tengo la intención de reservar el gasto para comprarme un souvenir en Ytterby. Sobre el canal de Stocksundet mi acompañante me hace una foto con el celular. Se me ve un tanto apagado, a juego con la mortecina luz del día, aunque el verdadero interés de la instantánea se imprime en el reverso: ella me dedica una sonrisa, la primera desde la noche anterior, en la que ambos quedamos dormidos haciéndonos arrumacos bajo el liviano cobertor de plumón. Los kilómetros se suceden sin más emociones estéticas que las ofrecidas por el poste gigante de una hamburguesería o uno o dos pasos elevados, abiertos en abanico sobre la autopista. La carretera que nos lleva a Vaxholm discurre por campo abierto, flanqueada por granjas con graciosas casitas de color granate. Cerca del puente Bullerholmen mi compañera observa la ordenada comitiva de un grupo de cisnes cantores; los adultos, papá y mamá, despabilan a los perezosos y anticipan los movimientos de los siete polluelos, que palmotean el agua en rigurosa formación. Ella protesta ruidosamente, (...)

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