Abandonado de todos, el soldado aguarda en la trinchera. Se oculta en un ramal del flanco que se extiende hasta la carretera, junto a los barracones de mando arrasados por la metralla. Los obuses caen y estallan por doquier, sin un plan programado de destrucción. Está sentado sobre una caja de proyectiles de TNT, cobijado bajo una capa, los pies hundidos en el cieno gris. Sabe que los generales han firmado el armisticio. A las once los artilleros interrumpen el bombardeo. El silencio toma el relevo. Con suerte quizá pueda oír el canto de un estornino del otro lado del camino… Pero no.  Reza una plegaria de Deo Gratias y agarra el petate. Regresa a casa después de cuatro largos años de ausencia. Su madre espera el retorno. Le recibirá con un beso en la frente. Y un enorme plato de petit salé con lentejas cocinado a fuego muy lento. Sube por una escalerilla desvencijada, sorteando el parapeto que sobrevuela un nicho cubierto.  La huella de una torrentera de sangre impregna los sacos terreros. Un proyectil silba cerca de su cabeza. Salta al interior de la trinchera. Se ha librado por poco. Sin embargo cae en la cuenta que ya no podrá salir de la zanja.  Está rodeado, cercado por el miedo...