A falta de acuerdo, ambos sobrinos decidieron inhumarla con toda su fortuna. Como les pareció de mal gusto exhibir a la solterona envuelta en caudales, los lingotes de platino y las joyas familiares fueron distribuidos discretamente bajo los pliegues del vestido. Sin saberlo, los dos pájaros ambiciosos habían llegado a la misma determinación: renunciaban a la herencia pensando luego en proceder al expolio del cadáver. La misma noche del sepelio, dos hampones locales debidamente aleccionados se encontraron cara a cara junto al nicho señalado; después de acometerse brutalmente, el uno le partió la cabeza al otro con una pala. Dispuesto a ocultar su crimen, abrió el féretro. Con sorpresa mayúscula, halló cobijado junto a la difunta al peón de enterrador, que le noqueó con el canto de un adoquín. Del sepulturero titular y su menudo ayudante no se supo más. Pero la empobrecida dama gozará ahora de doble compañía masculina hasta el final de los tiempos.