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De entre un montón de escombro

Identificado cuando todavía no se tenía noción de la radiactividad, ​ debemos su descubrimiento a Marie Curie. Esta mujer obtuvo 0,1 g de Ra puro de una tonelada de residuo de pechblenda (UO2).

La visita de la señora de la ciencia, bautizada así por los diarios sensacionalistas, fue todo un acontecimiento. El señor Cooprider estuvo presente en la recepción del Walldorf Astoria entre los privilegiados asistentes a la entrega protocolaria de un gramo de radio. La dama era menuda, casi insignificante. Vestía de negro riguroso, sin exponer al tímido sol de mayo más piel que la indispensable. Había muchos reporteros e infinidad de fotógrafos. Ella les observaba con gesto cansado, impreso como un sello de lacre sobre la pálida tez europea. La señora Curie tomó del brazo al Presidente Harding, último baluarte frente a los fogonazos de los flashes. Los invitados deseaban verla, tocarla, sentir al menos el aura de la tímida sanadora. Llegado el momento, recibió de Su Excelencia el certificado de pureza y una llave de oro, la llave del cofre radiactivo, con un valor aproximado de cien mil dólares. El señor Cooprider encontró la ocasión de saludarla personalmente gracias a los oficios del decano Pegram, con el que le unía una vieja amistad. Estaba tan impresionado que apenas articuló palabra. El encuentro duró menos que la cortés reverencia que le precedió. Cuando elevó la mirada, la señora Curie atendía al embajador polaco, que en el idioma común se deshizo en halagos hacia ella. Después se atusó los severos bigotes y besó la mano desnuda de la joven Irene, que en ese momento acompañaba a su madre. Anécdotas como éstas y aún otras menos verosímiles o definitivamente apócrifas se revelaron tras la visita de la enigmática profesora. Durante años circularon por los salones de la alta sociedad, aumentándose o diluyéndose en la vorágine de los corrillos femeninos o en las tertulias de los caballeros más adinerados del país, los arrogantes hombres de Wall Street. Asiduos a las mismas como Eben Byers o el mismo señor Cooprider se distinguieron por su defensa a ultranza de los beneficios del radio, que Míster Byers describía como el vigorizante extraordinario que sostenía sin limitaciones su multiplicada vida sexual.

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Míster Cooprider, más tímido y medido en sus juicios, remataba las gestas de alcoba de aquel con alegatos rescatados de boletines académicos que ponderaban la energía confinada en el alma de los minerales, como se decía por entonces. No había nada que uniera a los dos hombres más allá de su afición por el golf y la curiosidad por los misterios de la naturaleza, aunque en el caso de Byers se limitaran a los que ocultaban las mujeres bajo la falda. El Señor Cooprider montó un pequeño laboratorio en su residencia de Amsterdam Avenue, donde reproducía experimentos con sales de uranio, analizaba muestras minerales que le enviaban de lugares remotos y obtenía bellas fluorescencias en tubos de vidrio con las que impresionaba placas fotográficas. En ocasiones mostraba a las visitas esas manchas fantasmagóricas. Con el dedo delimitaba territorios y trazaba rutas, revelando una geografía escondida en lo que a mí se me antojaba no más que un mapa de sombras. Considero, desconocido lector, que en este punto del relato debo presentarme: mi nombre es Horatio Cordasco, serví a Míster Cooprider hasta mayo de 1930 y soy persona autorizada para hablar del agua mineral Radithor, un preparado de secreta fórmula que combinaba radio y mesoterium, el “nuevo arma de la ciencia médica” según sus patrocinadores. El Radithor se presentó como un elixir que sumaba efectos provechosos contra más de cuatrocientas dolencias, eliminaba las toxinas derivadas del metabolismo y promovía el ejercicio sexual estimulando glándulas dormidas y gónadas exangües. La botella ámbar de media onza llegó a mi vida el cinco de octubre de 1928.(...)

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