Fácil de encontrar, difícil de retener
Resulta inquietante que un elemento que consumimos cotidianamente como sal de mesa sea tan peligroso en su forma pura: es muy reactivo con el agua y el oxígeno del aire, y si se inflama es prácticamente imposible apagarlo.
Nos conocimos en un cursillo de cocina. Yo no perseguía el amor ni ella buscaba una simple aventura. Para la primera cita reservé mesa en un restaurante del centro que ofrecía carta de otoño. Mano a mano, nos zampamos unas costillas de cordero lechal con alcachofas confitadas y trufas de chocolate especiado con caramelo. La conversación no estuvo mal, pero lo que más recuerdo es el menú, delicioso. Y la cuenta. La acompañé a su casa e hicimos el amor. Tomando un opíparo desayuno me confió que yo no le había caído demasiado bien, pero que en el transcurso de la cena reinterpretó las primeras impresiones. Y a los postres ya sentía algo por mí. Los dos compartíamos inquietudes gastronómicas. Alabamos el vino y el punto dulce de las alcachofas y regresamos a la cama. La boda se celebró en primavera. Ella inspeccionó personalmente los platos del banquete. La tarta fue un regalo de su madre, una mujer atractiva que conservaba intactos ciertos encantos y el físico para sostenerlos. La novia llevaba un vestido beis muy ceñido que contenía sus formas como el hojaldre de un pastelito relleno. Cortamos la tarta nupcial y ella me dio a probar de su ración. Las cucharas se cruzaron en el aire y los invitados celebraron con
aplausos la escena de enamorados. Tomamos de la puntita; a ninguno de los dos nos gustaba el merengue suizo. Ella se deshizo en atenciones con mi familia. Su madre me expresó la dicha que sentía besándome efusivamente en los labios. Yo también me deshice en atenciones. De madrugada regresamos al hotel exhaustos y felices. Tirándome de la corbata, la recién casada me atrajo hacia ella y, a su manera, me juró amor eterno. Su aliento se me enroscó en la oreja mientras susurraba que en lo sucesivo cocinaría únicamente para mí. Selló sus palabras con un lametón profundo que le supo a merengue suizo. No hubo Luna de Miel. Demasiadas calorías. Los dos buscábamos empleo y decidimos multiplicar esfuerzos. A mí me salió algo como conductor de taxi por horas. Generalmente almorzaba en casa. Ella cocinaba bien. Si acaso, un poco salado para mi gusto. La madre nos visitaba a menudo. La relación entre ambas era tensa, y la chispa saltaba por cualquier causa. Por eso preferíamos quedar en el taxi. La buena señora me obsequiaba con dulces y golosinas que devorábamos a la carrera entre las sábanas de un hotelucho. Mis preferidos eran los coulants de chocolate y las milhojas con crema de vainilla. De vuelta a casa la hija me preparaba platos exóticos muy elaborados que arruinaba con el punto de sal. Yo me lo comía todo sin rechistar. Cuando el servicio lo exigía, ella me arreglaba una fiambrerita bien provista que casi siempre terminaba en el cubo de la basura. Los amigos halagaban sus elaboraciones. (...)