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El cloro

 

El ubicuo reactivo

Debido a su extraordinaria reactividad es fácil de incorporar en otros materiales y a menudo hace que los compuestos sean más estables. Se obtiene por electrolisis de la sal común, por lo que se puede decir que es un recurso inagotable.

—Vamos a ver, Julián. —El director se había preparado a conciencia, pero llegado el momento no sabía cómo empezar—. Supongo que sabes para qué te he citado hoy aquí...

—No. Aún no lo sé —respondió con desparpajo el muchacho.

—Se trata de, bueno, se trata de física... de física y química....

—¿De qué se me acusa? —Julián era un alumno mediocre, pero como todos sus compañeros, se conocía al dedillo las coletillas de las series de abogados.

—No. No... ¡nada de eso! —respondió alarmado el director, temeroso de que el pajarillo se le escapara de entre las manos—. Quizá no me expresé adecuadamente. Me interesaría que habláramos de Sandra. De Sandra Martínez, la profesora de ciencias.

— ¡Jo! ¡Qué fastidio! ¡Ya le he dicho todo lo que sabía a la orientadora! —El chico hizo ademán de levantarse de la silla, pero el director le retuvo con gesto de contención.

—Pero, ¿es que no hay más problemas en este instituto? —continuó el muchacho—. ¡No he sido testigo de nada raro! ¡No! Y mis notas, como la del resto, han mejorado un montón... ¿Eso es malo? Y le voy a decir otra cosa: personalmente me alegro de que la chiflada de Elvira esté de baja. Le advertimos de que la botella estaba mal etiquetada, que no contenía agua destilada. Pero tiene la cabeza como esto. —Julián palmeó la superficie de la mesa de roble—. Es una tía muy desordenada, y después nos echa la culpa de todo. ¡A quién se le puede ocurrir mezclar cloro con alcohol! ¡Sabía de sobras que la botella podía contener la poción mágica!

—¿La... poción mágica? —repitió el director.

—Si. Claro. Así llamamos a la ginebra que oculta entre las botellas de agua destilada. Está en boca de todo el mundo. Ella las distingue poniendo una pequeña marquita con el rotulador en el tapón ...

—Ya entiendo... Y vosotros cambiasteis los tapones —inquirió el director—, ¿no es así?

—Cuando terminamos la práctica solemos cerrar las botellas con los tapones disponibles. ¿Acaso es un delito?  —contraatacó Julián—. Pero por si le interesa, lo que ocurrió el día de la explosión es que todos los tapones aparecieron marcados. Estoy seguro de que la intención del que preparó la broma (y no fui yo) fue calmarle la sed con agua antes de que llegara a la ginebra. Así mismo se lo contamos a la orientadora. Ella nos pidió que fuéramos discretos. Y comprensivos.

—Y ¿qué me puedes decir de la profesora Martínez? —insistió el director.

—¿De Sandra? Pues exactamente lo mismo que le dije a la orientadora...

—¡Me importa un bledo lo que le dijeras a la orientadora! ¡Ahora el que pregunta soy yo! —tronó el director removiéndose en su butaca de polipiel, lo más parecido a un lujo asiático en la escuela pública.

            Julián volvió a repetir, palabra por palabra, el relato que el día anterior le hubiera desgranado a Severina, la psicopedagoga: la profesora Martínez, de nombre Sandra, había demolido hasta los cimientos la metodología de su malograda antecesora con una renovada concepción de la didáctica de las ciencias. Hasta los más refractarios acudían puntuales y gustosos a sus clases, obteniendo a cambio unas notas que ponían en evidencia al claustro de profesores.

—¡La nueva Marie Curie! —Le decía Liborio Asprón, el profesor titular de Lengua Castellana y Literatura.

—Sí, pero ya se sabe lo único que le gusta descubrir a ésa... —apostillaba su secuaz, Gabriela Sotillo, la de Latín.

Y es que entre las docentes, la figura joven, atractiva y bien dotada de la profesora ocasional había dado pábulo a todo tipo de chismorreos y maledicencias que habían trascendido las fronteras del instituto, llegando incluso a oído de las familias.

—Como director del Centro —clamaba el presidente de la asociación de padres y madres— le exijo que ponga orden en este gallinero. Se rumorea que la profesora de Química cierra las aulas por dentro e incita a nuestros hijos a... a ciertas actividades que no me atrevo a describir. Dicen que incluso se desnudan y que aquel que lo desea, puede dar rienda suelta a sus primarios instintos adolescentes...

—"Dicen"... Exactamente, ¿quiénes son los que "dicen", señor Peláez?

Al parecer, eran muy pocos los que no estaban al cabo de la calle. Se describían prácticas muy poco ortodoxas, que iban de lo más inocente —trabajo por parejas, autoevaluación...— hasta otras que inquietaban al director mucho más que un salvaje dolor de muelas. La jefe de estudios se mostraba mucho más comprensiva que el resto:

 —Y si no lleva sujetador ¿¡qué!? La verdad es que tiene una delantera imponente.

—¡Luisa, por favor! —replicaba casi invariablemente el director—. No sé si te das cuenta de que estamos ante algo muy grave. No te niego que Sandra, bueno, la profesora Martínez tiene unos atributos envidiables...

—¿Envidiables? —continuaba Luisa—. ¡Eso lo será para mí! ¡En tu caso deberías decir que se trata de unos atributos de lo más deseables! ¿O es que piensas que se me escapa cómo la miráis? Tu mismo comienzas desde abajo, como si te resultara difícil escalar su figura en toda su alzada. Pero esos zapatos boca de pez y la gracia de las rodillas perfectamente talladas a todos os animan a elevaros hasta la cintura. Y después un poquito más allá.

—¡Luisa! ¡Es suficiente!

—¡Aún no he terminado, Alfredo! —se impuso la jefe de estudios—. ¿Sabes lo que va largando por ahí el profesor de Plástica? Sí, Gilberto, ése que parecía una mosquita muerta. ¡Pues que la invitó a que posara ataviada con un vaporoso palio para sus alumnos de bachillerato! ¡Y ella le soltó que si querían dibujar arrugas le propusiera el negocio a la Sotillo, que ella o desnuda o nada! Tiene desparpajo la niña, ¿no te parece que puso en su sitio al tío cochino?

Lo que menos deseaba cualquiera es que el inspector de educación metiera las narices en el enredo. Pero su incontestable instinto para detectar el conflicto tampoco falló en este caso.

—Cuéntame. Cuéntame Alfredo. No te puedes imaginar hasta qué punto se elevó la temperatura de mi despacho. Aquellos padres vociferantes clamaban como posesos. Ah, pero yo les paré los pies. Tu ya me conoces. Sin embargo, este asunto me tiene un tanto inquieto. Pero dame detalles, hombre, dame detalles.

—Pues mira, Argimiro... —dudó el director con una desagradable comezón en la garganta—, los chicos no sueltan prenda. Lo que ocurre ahí dentro, en el aula, es un misterio mayor que el de Fátima...

—¿Pero...?

—Pero me llegan testimonios, digamos, inverosímiles...

—¿Inverosímiles? —interrumpió Argimiro.

El director experimentaba la sensación de que la el relato que desmenuzaba ante el inspector,   —siempre tan pulcramente ataviado con su pajarita al cuello—, socavaba la autoridad académica de la profesora Martínez, invadiendo el terreno de la intimidad; pero por otro lado, venía soportando la pesada carga de tantas confidencias que en cierta forma se sentía aliviado compartiéndolas, aunque fuera con Don Argimiro.

—¿Jadeos? Tenía entendido que las aulas de este instituto estaban insonorizadas.

—Sí. Pero al parecer algo se oye cuando se pega la oreja a la pared...

—¡Hombre, Alfredo! ¡No me diga que espía de forma tan burda a sus compañeras!

—¡No! ¡Yo no! —se exculpó el director.

—Entonces, ¿quién? ¿La jefe de estudios? ¿La orientadora?

—No creo que deba desvelar la identidad de mis fuentes. Lo cierto es que nada o casi nada se superpone al silencio que se hace en esa clase en los períodos referidos, salvo una especie de gritos contenidos, algo así como suspiros profundos que no se corresponden con el éxtasis que de ordinario alcanza un alumno practicando la estequiometría.

—La orientadora —preguntó el inspector—, ¿está al corriente de lo que sucede?

Severina era algo así como la portavoz oficial de aquel desmadre. Sus inacabables paseos por el pasillo que comunicaba las dos alas del instituto se anunciaban con taconeos cortos y monótonos, delatores del paso, pero también de las escalas para cotillear a las puertas de las aulas. Severina se consideraba bien informada porque cualquiera que deseara difundir universalmente un asunto de carácter confidencial acudía a ella.

—No suelo tomarme en serio lo que me confían los chavales —comentaba con Asunción Luque, la profesora de ciencias sociales—, pero en este caso todos los testimonios son coincidentes y apuntan en una solo sentido: la profesora goza de una posición de ascendencia sobre el alumnado y se aprovecha de ella para lograr objetivos de naturaleza equívoca.

Después se detenía en "los pequeños detalles" que pasaban desapercibidos para el común de los docentes, pero que ella interpretaba en clave sexual.

—Las chicas y los chicos se muestran más desinhibidos, pero extremadamente reservados cuando se alude a la interfecta: ellas se limitan a alabar su buen gusto, su elegancia. Los muchachos subrayan que les subyuga mucho más su inteligencia que su despampanante físico. Sospechosa concentración de tópicos, ¿no lo crees tú así, Asunción? —y añadía:

 —Creo que esto se nos está yendo de madre. Aconsejo una intervención urgente antes de que alguien resulte traumatizado.

Se estudió al detalle cuál era la mejor estrategia para abordar el caso. Nadie quería ponerse en evidencia arriesgándose a quedar en ridículo.

—¿Y si instalamos una cámara de esas diminutas? —propuso Elpidio, el secretario.

—¡Ni hablar! —intervino el inspector—. Eso no es legal...

—A Severina se le da muy bien husmear por las ventanas —terció Luisa, la jefe de estudios.

—¡Eso se llama observación no sistemática! —aclaró Severina.

—Hay que reclamarle autoridad a quien la tiene —clamó Justo Peláez, padre portavoz de la Comisión de Convivencia—. Propongo que don Argimiro tome las riendas del asunto.

—Eso, eso —aprobó Severina.

—Bueno... si ustedes consideran que mi concurso es necesario...

—Claro. Claro. Su concurso —insistió la orientadora.

—Pues si todos estamos de acuerdo, perfecto pues —concluyó el director—. Le presentaré a la profesora —anunció dirigiéndose al inspector— y buscaremos cualquier excusa para entrar en el laboratorio. Le diremos que tienes la intención de contribuir con tu experiencia a mejorar sus clases.

—¿Yo? Pero si soy de griego... —respondió vacilante Argimiro.

—¡Eso no importa! La educación secundaria es tranversal y multidisciplinar.

—Siendo así... —concedió finalmente el inspector.

Aprovechando la confusión que sigue a la pausa de mediodía, una comisión formada por Alfredo el director, Luisa la jefe de estudios, Severina la orientadora y el mencionado Argimiro montaron guardia junto al acceso al laboratorio de ciencias. La profesora Martínez llegó abrazada a un montón de cuadernos de anillas, seguida como siempre por una disciplinada fila de alumnos que fueron ocupando su puesto mientras el director ponía en marcha su plan.

—Sandra... te presento a Argimiro, nuestro inspector.

La Comisión consideró oportuno permanecer allí, en el pasillo, a pie firme y en silencio, hasta que el período de 55 minutos tocara a su fin. Y salvo alguna alusión de alguien al caprichoso tiempo de otoño, así fue.

Cuando el timbre sonó, las puertas de las aulas se abrieron como los toriles de un coso mayor. Primero la joven profesora, que ignoró a la concurrencia. Ni ella ni los alumnos que la sucedieron se dignaron mirar la expresión bobalicona de los tres maliciosos espectadores. Por último apareció el inspector, cabizbajo, con una mano en el bolsillo de la americana y los brillantes gemelos de los puños desabrochados. Se detuvo ante la comisión, que formaba una impenetrable barrera humana.

—Argimiro... ¿Y la pajarita? —inquirió Luisa.

—¿La pajarita? —el inspector elevó instintivamente la mano a la altura del cuello—. Hoy... hoy no llevaba pajarita.

—Pero... —quiso indagar el director.

—Todo está bien, Alfredo. Todo está bien. No hay de qué preocuparse —sentenció el inspector mientras se alejaba siguiendo el leve rastro perfumado que la profesora Martínez había dejado a su paso.

Algunas semanas después, Elvira Garcés, la titular de física y química, se incorporó a su puesto. Fue recibida como una libertadora por sus compañeras. Algo menos de entusiasmo mostraron sus alumnos, que se confabularon para encerrarla durante una de sus visitas al baño de profesoras, donde acudía cada poco para tentar la botella de ginebra que ocultaba en la cisterna.

Sandra Martínez se fue sin hacer ruido. Llevó consigo, eso sí, un botecito de acetato de uranilo para contrastes, las muestras de cariño que los alumnos y alumnas habían querido plasmar por escrito en la prueba de evaluación trimestral y una pajarita granate con topitos blancos que guardaba celosamente en el armario donde se custodian las sustancias altamente tóxicas y peligrosas.

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